lunes, 15 de abril de 2013

Ciudad










                                                      "…sino al paso del tiempo, a la manera que tiene el tiempo de replegarse y de garantizarnos que en sus pliegues retiene unas cosas y otras no."



                         "El aprendizaje empieza mirando el primer abecedario ilustrado y no acaba hasta el día que morimos."

John Berger


Aula

En el colegio había un patio porticado en uno de sus lados, y debajo de ese pórtico se abría un aula donde aprendí la forma de las letras, de todas ellas.
Pronto nos cambiaron, probablemente a otro sitio ni más ni menos acogedor que esa clase.

Hacía frío en todas partes de todos modos.


La forma de las letras

Lo que protege de un espacio probablemente no es lo que lo crea o lo limita, me refiero a las paredes, las ventanas y los muebles, sino lo que lo habita. Y allí lo habitaban esos días aquellas tarjetas ilustradas en la que la forma de cada letra en negro, mayúscula y minúscula, y el sonido dibujado en la forma de una boca roja y del nombre de un objeto o animal, racionalizaban el mundo de los conceptos y los sentidos. Y le daban orden alfabético, como nuestro orden en la clase, que siempre te hacía tener el mismo compañero de mesa, de apellido idéntico y con varios hermanos que eran también condenados a ser compañeros inseparables de tus hermanos, en una especie de amistad obligada por aquellas tarjetas alfabéticas que explicaban, cuando no lo conocíamos todavía, por qué yo me sentaba a su lado.
El aula tenía contornos. Nos sentábamos y el mundo se llenaba de arañazos en el pupitre, manchas de tinta y frío. (Pupitre, esa palabra ya no se usa, esos muebles ya no se usan, ahora son mesas y sillas). Pero ese mundo no era el nuestro; el nuestro estaba afuera, más allá de la pared del aula, algo en el patio, más en las calles de la ciudad, donde éramos algo libres. Moderadamente felices.


La orilla de la carretera

Esperábamos sentados en la orilla de la carretera a que un coche pisara el estiércol que algún caballo dejó  mientras volvía a la granja o al cuartel de caballería. Todo se ceñía a retrasar el momento de nuestro regreso a casa hasta que uno de los escasos vehículos que pasaban la pisara.

Tiempo. Narrar el tiempo perdido es la no narración cuando nada pasa. Además era absurdo el hecho y absurdo intentar explicar el porqué de tu retraso a una madre ligeramente preocupada, así que la mentira se convertía en piadosa conmigo mismo. Pero estabas allí, el tiempo era todo tuyo y nada te impedía perderlo en algo estúpido. Hicimos cosas peores, por incomprensibles, absurdas o crueles, y todo eso llenaba no sólo el tiempo, sino también el lugar que habitábamos.

Al entrar en la casa se perdían los contornos, todo estaba en el interior, todo era importante y te acogía, hasta el ruido de la carcoma que se comía la ventana. Ése era el mundo. La casa irradia y se expande hasta donde quieras, hasta la ciudad, hasta el paisaje, hasta más allá del entorno conocido, hasta donde tú querías.

Ahora, hay veces en que todo se achica, los contornos te aprisionan, y todo se aproxima peligrosamente hasta la casa, hasta tu cuarto, hasta tu cama, hasta tus pensamientos.
  

Miedo

Ella es la que está hoy a mi lado. La he traído a esta ciudad donde tanto tiempo pasado no ha borrado casi nada. Ella no vivió todo esto que yo he vivido, pero soy capaz de preguntarle
“¿Te acuerdas de cuando me sentaba aquí?”
“Claro que me acuerdo, me lo has contado”.
La miro, y comprendo que es verdad. Mi memoria ha invadido la suya de tal manera que estoy en ella, en un juego extraño y magnífico. Tan fácil que asusta, real de tan fantástico.

Recorriendo la calle que bordeaba el parque, el camino habitual, yo he visto, y tu también, que las casas son las mismas de entonces, que los muros son los mismos, pero que las manchas de sangre que en su día escribieron en ellos ya han desaparecido. Sé exactamente donde estaban.
El miedo era la hora en que soltaban a los perros que guardaban la harinera. Dos dogos gigantes, más gigantes todavía para un niño de diez años, que después del anochecer dejaban sueltos. Se les oía ladrar y correr como fieras. Lo más cercano a los lobos que yo he vivido. Lo más cercano al terror cuando volvías tarde a casa.

Una noche esos perros mataron a Boliche, el perro de un amigo. Lo pillaron en el parque y lo pasearon escribiendo su muerte en las calles y en los muros.


Documentarse

Vuelvo a la ciudad.
Cuando uno vuelve a los sitios que ha vivido, espera reconocer el mundo, pero con el miedo de no encontrarlo.
Conté contigo los años que han pasado desde que me fui. Treinta y ocho. Treinta y ocho años desde que nos fuimos. Lo último fue una casa vacía. Todo había salido por las ventanas de nuestro piso, a la altura de la calle. Cargamos un camión y nos fuimos. Sencillo.

No quedaron muchas fotos de aquellos años que nos cuenten como era la ciudad. En los cajones de mis padres quedan algunas de los cumpleaños, comuniones, alguna celebración, y se ve alguna puerta, los muebles, algunos detalles que te sitúan en una casa o en otra, pero no la ciudad. No teníamos necesidad de ese registro. Ni siquiera el día que me fui eché de menos nada de eso. Tenía la memoria y otros sentimientos que me aturdían mucho más.

Piensas ahora que has vuelto si estaría bien hacerse con un archivo de todo, de las calles, de los caminos que seguías, de dónde te sentabas o de qué veías mientras el mundo giraba. Es fácil pensar en documentar todo de nuevo fotográficamente, o tomando notas, como si quisiéramos hacer creíble una historia que no fuera la nuestra, como demostrar que las cosas que vivimos de verdad sucedieron, como si necesitáramos dar crédito, pruebas a otros de que estuvimos vivos. Tal vez para creernos a nosotros mismos.

Pero sabes que no lo hicimos. Cuando las cosas que vemos no coinciden con los recuerdos es mejor quedarse con ellos, y descartar las fotos que pretenderán suplirlos, contaminándolos hasta acabar con ellos. Simplemente decido que paseemos de nuevo por esos lugares, tú conmigo, invitada a una regresión, amorosamente cómplice. Me basta con reconocerlos de nuevo, en unos casos como si no hubieran pasado tantos años, idénticos en todo, hasta en los más nimios detalles, conservados en un fluido, en un aire que los hace inalterados. Sorprendente. En otros, casi irreconocibles, y en otros olvidados. Probablemente, ya en aquel entonces, algo en nosotros decidió que cosas merecían salvarse del olvido y que otras no.

Pero echo algo de menos, algo más acogedor. Todo es demasiado real, demasiado igual a lo que era en aquellos años, igual hasta el desencanto a la memoria que los guardaba, porque nada hay más terrible que reconocer todo como era, menos nosotros.

Las ciudades son el envoltorio de lo que somos; no es importante el lugar físico, sino el hecho de que las cosas te envuelven, de que los pensamientos y las acciones salen como hilos de nosotros tocando las paredes, los márgenes de lo visible, los campos emocionales y las discordias. Pero necesitamos el campo adecuado, aunque decidamos que sea el de Agramante, el plano urbano que defina territorios. Y ahora ya no lo es, esa ciudad es como un fantasma vacío.

Sólo algunas fotos hicimos por la maravilla de ver la misma ventana con exactamente la misma persiana por la que salieron nuestros muebles, o exactamente el mismo quiosco, el mismo, en el mismo sitio. Te lo cuento, pero tú ya lo sabes, tú que no estabas allí. Es como si todas estas cosas me las hubiera olvidado en casa de un amigo y las hubieran conservado hasta mi vuelta.

“Es verdad, - dices - me acuerdo como salían las cajas y los muebles por la ventana, tú dentro, yo fuera”.


Final

“Pienso en volver al sitio en el que viví mi infancia”, le digo a mi hijo mientras hablamos de estas cosas que ahora me ocupan: las fotos antiguas en la mesa, el cuaderno abierto, proyectos, cuadros.

“Es muy posible que ahora te decepcionara”, dice él.

Le doy la razón.

Pero lo pienso.





3 comentarios:

Sebastián Mondéjar dijo...

Chapeau!

PHOTOPRESSCLASS dijo...

Me has traído recuerdos congelados en mí impronta.
Eso que podemos echar de menos puede ser la inocencia y que nunca mirábamos el reloj, pero siempre llegábamos a tiempo a casa, sin prisas.

PHOTOPRESSCLASS dijo...

Me has traído recuerdos congelados en mí impronta.
Eso que podemos echar de menos puede ser la inocencia y que nunca mirábamos el reloj, pero siempre llegábamos a tiempo a casa, sin prisas.